RELATOS CORTOS

SIEMPRE HA SIDO ASÍ

– Bueno Curro, en las próximas tres corridas los toros han de estar bien desmochados.

Curro sabe que ha oído bien. No sería la primera vez que les quitara el veneno a las astas y a buen seguro tampoco será la última, pero las palabras de don Manuel no eran las que esperaba. No se trata de un ligero retoque en la almendrilla o diamante, la parte dura del pitón. Lo que el ganadero le está pidiendo es que el serrucho ataque más abajo, hacia la pala.

Curro vacila. Quizás debería callar, pero los toros de lidia son su vida y en la vida hay fronteras que no se deben cruzar, igual da que se trate de personas o animales. Así se lo hace ver a don Manuel.

– Coño, Curro. A ver si te vas a poner ahora sentimental. El empresario y el torero mandan y el ganadero cumple. Siempre ha sido así. Además, siempre hemos dicho que el toro, en el campo, se rasca el cuerno contra superficies duras para calmar la comezón del hormiguillo.

–Siempre se ha afeitado, don Manuel, pero usted está hablando de podar al animal como si de un olivo se tratara. Fue usted mismo quien me enseñó los límites que debería tener la práctica del afeitado. Y deje que le recuerde que, en más de una ocasión, le he oído decir que antes mandaría las reses al matadero que tolerar el fraude.

–¿Vas a seguir porfiando? ¿Olvidas quién te da de comer a ti y a tu prole?

–No, don Manuel no lo olvido. Es usted quien parece haber olvidado todo lo que siempre ha defendido.

Sorprendido por las reticencias de su mayoral, el rostro del ganadero se ha ido encendiendo a medida que avanzaba la conversación. Conoce a Curro desde que era un renacuajo y siente un gran aprecio por él, como antes sintiera por su padre, pero hay cosas que no se pueden consentir.

–Mira, Curro, faltan quince días para la primera entrega. Por la estima que te tengo te estoy perdonando la vida, pero escucha bien, tienes dos opciones, preparar el cajón de curas y afilar los serruchos o cargar la furgoneta con los muebles y tu familia y salir cagando hostias de mi hacienda.

Nada más dictar sentencia, el patrón sube al jeep y se aleja hacia la casa grande. El mayoral lo ve alejarse por la pista alquitranada mientras por su cabeza discurren a cámara lenta algunas de las cosas que aprendió del ganadero y en las que se ha cimentado el respeto que, hasta hace tan solo unos instantes, ha sentido por él. Mira Currito, escucha decir al ganadero en la sal de la vida, si al toro se le tocan las defensas ya no es el mismo. A veces, se le afeita unos centímetros introduciéndole en el cajón de curas y serrándole el asta con un serrucho. Es una pequeña trampa, pero ayuda al matador disminuyendo el riesgo de ser corneado mortalmente.

Le tiene que doler, recuerda haberle respondido el pequeño Curro. A mí me duele cuando me corto o me araño con el espino de las alambradas.

Curro recuerda la sonrisa del patrón ante su inocente respuesta. ¿Sabes cuándo le duele, de verdad?, le escucha decir. Cuando se corta desde más abajo y se afectan venas y nervios. Eso le produce un dolor intenso y lo demuestra berreando y pateando desesperadamente. Recuerda, Currito, ese dolor es mucho mayor que el que experimentará durante la lidia y sabes, por qué. Porque encerrado en el cajón no tiene ninguna posibilidad de defenderse.

El jeep se ha perdido en la lejanía, pero la voz del ganadero todavía retumba en su cabeza. Cuando se le suelta del cajón, ese toro ya es otro animal. Ha perdido el tacto, los muñones le queman y pueden infectarse, pierde el apetito y duerme mal, pero lo peor de todo es que sufre un derrumbamiento psicológico, sabedor de que ha perdido el símbolo de su bravura y poderío. De verdad te lo digo Currito, antes que eso mejor llevarlo al matadero.

Curro valora la situación. Ha vivido toda su vida en la hacienda. No sabe hacer otra cosa y no podría vivir sin estar rodeado de toros bravos. El patrón ha sido claro. Tiene dos opciones, le ha dicho, pero en realidad sabe que solo tiene una.

Van pasando los días. Desde la discusión, Curro no es el mismo. El patrón, al que no ha vuelto a ver desde entonces, bien puede estar satisfecho. En un par de horas podrá disponer de los animales de las tres malditas corridas. Será en cuanto termine de mochar al último de los astados. El último al que, tras cortar el tuétano y hacer sangrar el asta, le contenga la hemorragia taponando el orificio con una astilla insertada a golpe de mazo. El último al que reconstruirá los pitones con ayuda de una escofina que volverá a producirle dolor. El último al que ennegrecerá las puntas con grasa negra en un intento de disimular el raspado y devolver a los pitones su color natural.

Don Manuel no es de los que consiente un desaire. Pese a ello, Curro espera volver a ganarse la confianza del patrón y durante los días que ha durado el trabajo, los rostros de Lola y sus cinco churumbeles no han desaparecido ni un solo instante de su cabeza. Le dolería en el alma abandonar la dehesa, pero lo que tenga que ser será. Al fin y al cabo, siempre ha sido así.

Tan solo un par de días y se lidiará la primera de las corridas. Cuando el reloj de la plaza marque las cinco en punto de la tarde las cuadrillas harán su aparición en el ruedo, pero Curro no disfrutará de los destellos irisados de sus trajes de luces. Por primera vez en su vida no estará presente durante la lidia de los toros que ha alimentado y visto crecer y a los que conoce igual que a sus propios hijos. Tras el castigo que les ha infringido no se cree con derecho a hacerlo.

Quien quiera tener señal de él deberá acercarse a la dehesa. Lo encontrará disfrutando, a buen seguro, de la visión de los afilados pitones de los astados que todavía tienen la suerte de ser dueños de toda su bravura y poderío.

Don Manuel contemplará el paseíllo disfrutando del habano que sujeta en los labios. Allí esperará impaciente la salida del primero de los mochados.

 

Lo hará con la esperanza de que las sospechas, que sin duda las habrá, no sean mayores que las de un pequeño afeitado y el deseo de que las faenas de los tres espadas les otorguen las llaves de la puerta grande. La misma en la que, en el gran cartel anunciador del festejo, todo aquel que haya querido habrá podido leer que “el ganadero garantiza que las astas de los animales no han sido despuntadas ni sometidas a manipulación fraudulenta”.

 

Publicado en el número XLIX de la Revista Literaria la Idea Lista (México) de 29 de mayo de 2022.

EL ÚLTIMO DÍA DE MI VIDA

Nunca dediqué ni un solo minuto a imaginar cómo sería el último día de mi vida. De haberlo hecho, me habría imaginado postrado en una cama, viejo y aquejado de múltiples dolencias. Fue la forma en la que murió mi padre y, aunque no conservo demasiados recuerdos de aquellos días, la misma que muchos años antes alejó a mi madre de este mundo.

Lo que si hice en más de una ocasión fue preguntarme si me habría gustado conocer con antelación la fecha de mi muerte y, por lo que recuerdo, nunca me respondí de manera categórica.

Siempre y cuando se tuviera la fortaleza de ánimo para ver cómo se iba acercando la fatídica fecha, conocer el día en el que uno sería llamado a abandonar este mundo debería permitir planificar los días que faltaran hasta que ello ocurriera y, por ese motivo, dejar más o menos resuelto todo o casi todo lo que a uno le importara.

Si me hubieran puesto entre la espada y la pared me habría decantado por esa opción. En ese caso, el hecho de disponer de una mente ordenada me habría permitido no dejar nada al azar para cuando llegara el día marcado en el calendario.

La realidad era que, a pesar de mi delicado estado de salud, rara vez pensaba en la muerte y, sin embargo, un observador paciente que hubiera escudriñado cada instante de mi vida podría haber sacado una conclusión completamente diferente.

Mi manera de volcarme en el trabajo diario, mis prisas, la sensación de no avanzar en la resolución de cualquier problema y una cierta sensación de ansiedad le habría llevado a pensar que mi comportamiento era el de una persona que tenía una necesidad imperiosa de dejar resueltas todas sus labores para que la muerte, en el caso de que llegara, no le pillara con ellas inconclusas.

Pero la muerte, por muy anunciada que esta sea, siempre llega en mal momento. En mi caso, además, llegó sin avisar. Ocurrió un 29 de febrero.

Llevábamos varios días con un tiempo bastante desapacible, con lluvia y viento que no invitaba a pasar demasiado tiempo en la calle, pero ese día, aunque muy frío, las nubes no hicieron acto de presencia.

Decidí dejar el vehículo en el garaje y dar un paseo hasta la oficina. Además, tenía que atender unos cuantos asuntos en el centro y de esa manera me evitaba los problemas de aparcamiento que siempre existían durante el horario comercial.

Me levanté temprano y como cualquier otro día, tras la ducha y el aseo, desayuné mientras escuchaba las noticias. Lo hice sin prisas, dando tiempo a que mi esposa se levantara para poder despedirme de ella.

Cuando salí a la calle, la sensación de frío en el rostro y el contemplar el cielo azul sin rastros de nubes elevó mi ánimo e hizo que me decidiera a dar un rodeo y disfrutar de esa mañana que la meteorología nos había regalado y que tan poco se prodigaba en nuestras latitudes.

Pasé la mañana en el trabajo atendiendo diversos asuntos de rutina y decidí aprovechar la pausa de la comida para acercarme al centro aprovechando que los establecimientos a los que debía dirigirme no cerraban al mediodía.

Tomé una hamburguesa en un local próximo al trabajo y cuando me levanté de la mesa eran las dos y media de la tarde. Con sorpresa contemplé que el cielo se había cubierto de nubes y que, aunque en ese momento no llovía, el cielo amenazaba lluvia. 

No había andado cuatrocientos metros cuando comenzaron a caer unas gotas. Confiaba en que la lluvia no fuera a más porque no había tenido la precaución de coger un paraguas.

A medida que me iba acercando a las calles más transitadas comencé a escuchar el ulular de las sirenas y los pitidos de los coches, cuyos conductores intentaban de esa manera protestar contra el atasco monumental que la lluvia y la hora punta habían provocado.

Enseguida me arrepentí de haberme acercado al centro, pues a los ruidos y la lluvia había que añadir que caminar por las aceras se hacía imposible debido al trasiego de viandantes con los paraguas abiertos.

Por instinto, aunque también por necesidad, busqué un camino libre por el que poder avanzar y la única manera de hacerlo era alternar la acera con el borde de la calzada en función de cuál de las dos se encontrara más despejada.

Caminaba concentrado, absorto en mis cavilaciones, pensando o meditando, aunque no sabría decir muy bien en qué. ¿En algún asunto laboral? ¿En los problemas del país? ¿En mi mujer?  Tal vez en todo ello. No podría precisarlo.

Ni siquiera era consciente de que llevaba unos instantes detrás de un coche que caminaba despacio intentando, de esa forma, evitar los codazos y empujones de otras personas que, al igual que yo, lo hacían intentando zafarse de los obstáculos que impedían su avance.

No presentí nada. De haberlo hecho nada de lo que sucedió habría acontecido.

Ocurrió muy rápido. En un momento determinado, dejé de resguardarme tras el coche y, de manera distraída, intenté atravesar la calzada y llegar a la otra acera.

 Di unos pasos a la izquierda y me di de bruces con un coche que lentamente circulaba en sentido contrario. Sorprendido y sin tiempo para reaccionar, intenté mantener el equilibrio, pero resbalé en el suelo mojado y caí al suelo. En la caída aún tuve tiempo de observar que el conductor frenaba bruscamente y que algunos transeúntes daban gritos e intentaban ayudarme.

Todo fue en vano. A pesar de que en la caída no había sufrido ningún daño importante, la rueda trasera izquierda del vehículo me golpeó y me destrozó el cráneo.

La muerte fue instantánea, pero antes de un instante siempre hay otro. El mío fue muy corto. No experimenté esa sensación que siempre se ha dicho que ocurre en el último momento y que algunos describen como de ver pasar la vida ante uno en una fracción de segundo, pero me dio tiempo a ver el rostro de mi mujer difuminándose entre las flores silvestres que habíamos recogido el domingo anterior y que, todavía frescas, permanecían en un jarrón en el salón de casa.

Con buen criterio, una vez conocida mi identidad, alguien decidió telefonear a mi trabajo y que fuera alguno de mis compañeros el que diera la noticia a mi esposa.

Uno de mis jefes se personó en el lugar del accidente en el mismo instante en el que el juez daba las instrucciones para el traslado de mi cuerpo al Anatómico Forense. Un rato después sería él quien diera la trágica noticia a mi mujer y lo haría minutos después de que el patólogo limpiara con esmero la sangre y el barro de mi rostro, examinara la herida de la cabeza, enumerara los catorce fragmentos óseos que tan sólo unas horas antes eran un todo y certificara mi muerte como consecuencia de una múltiple fractura craneal.

Mientras eso ocurría, yo permanecía allí tumbado, con la frente vendada y la cara descubierta, indiferente a todo y a todos, pero sintiéndome culpable del dolor que con mi torpeza acababa de provocar.

Entonces fui consciente de que ese dolor no era nada comparado con ese otro que muy pronto iba a sentir mi esposa. Y ese pensamiento me mató aún más, si se me permite expresarlo así, e hizo que me maldijera hasta desear no haber nacido.

¡Qué injusto resultaba acabar la vida causando tanto dolor!

Todo había cambiado en un segundo. Mi vida vivida había concluido y estaba a punto de comenzar la vida que no llegaría a vivir.

Fui enterrado a la sombra de un castaño, en la tumba en la que reposaban mis padres, en una ceremonia sencilla a la que asistieron exclusivamente mi mujer y mis amigos, como siempre había sido mi deseo.  

Mi esposa se mostró entera y solo cuando la última palada de tierra rellenó el hoyo, que albergaría mi cuerpo durante la vida que no llegaría a vivir, abandonó el lugar no sin antes haber depositado nuestro ramillete de flores silvestres sobre la tierra removida.

Nunca me consideré persona desagradecida y no iba a empezar a serlo ahora.  Desde mi nueva situación agradecí todas y cada una de las muestras de condolencia que mi esposa recibió.

Quiero pensar que esas expresiones de dolor iban dirigidas si no a la persona que fui sí a la persona que intenté ser.

 

Segundo clasificado en el III Certamen Literario “Clara Campoamor” del Ayuntamiento de Madrid en la Modalidad de Relato Corto.

 

 

 

EL JOVEN PANI

En ningún sitio como en casa.

Desde que fuera destetado por su madre y de eso hacía ya seis años, Pani no había dejado de escuchar esa frase e independientemente de que el interpelado fuera un macho o una hembra siempre que había preguntado por su significado a un chimpancé adulto había obtenido la misma respuesta.

La época de fabricarse muñecos utilizando palos y lianas secas había pasado. Tenía nueve años y no terminaba de entender porque había de permanecer siempre con el grupo. Era joven, pero había participado en algunas cacerías de cachorros de leopardo y en todas había demostrado su valor y fortaleza.

¿Por qué, entonces, no reconocían que sabía defenderse y estaba capacitado para salir de las lindes de su territorio y explorar otros lugares?

Una mañana, mientras el grupo todavía dormía, se encaramó a lo alto de un árbol y con todo el sigilo que pudo y ayudado de sus largos y poderosos brazos se fue balanceando de rama en rama hasta que dejó atrás la zona en la que el resto del grupo habría comenzado ya a despertar.

Braquiando y braquiando cuando quiso darse cuenta se había alejado varios kilómetros de su territorio. Necesitaba reponer fuerzas, por lo que poco antes de llegar a los lindes de la selva descendió a tierra y se hizo con una buena provisión de frutos, raíces y pequeños insectos.

No se había encontrado con ningún leopardo, lo que hubiera supuesto un problema, y quizás por ello se sentía pletórico y con ánimo para continuar.

Reemprendió la marcha a cuatro patas porque muchos de los árboles estaban caídos y en algunas zonas aparecían grandes claros que le impedían braquiar.

¡Vaya!, había sido pensar en el peligro y este había aparecido. Unos individuos que caminaban apoyándose solo sobre los pies, como cuando el recorría cortas distancias, se encontraban próximos al lugar desde el que él los avistó.

Era la primera vez que veía a ese tipo de animales. Habría jurado que podría tratarse de parientes cercanos a los chimpancés, de igual forma que lo eran los orangutanes o los gorilas, por la forma en la que se movían y expresaban, pero si había algo que saltaba a la vista era que eran feos a más no poder.

Ensimismado como se encontraba, solo su instinto y el sonido del árbol al caer le previno de ser aplastado.

Buscó un árbol alejado y desde una de las ramas más altas, durante un buen rato, siguió con atención los movimientos de esos individuos que, para ser parientes, le habían puesto en mayores apuros que lo que lo habría hecho un cocodrilo del Nilo o una pitón.

Avanzó por los árboles que circundaban el claro y cuando llegó al último de ellos contempló con sorpresa el pelado paisaje que le mostraban sus ojos.

¿Dónde estaba su selva? No terminaba de entender. Sería que esos individuos no necesitaban los árboles para desplazarse, el rocío de sus hojas para calmar su sed y que no se alimentaban de los frutos, tubérculos y raíces que suministraba su querida selva tropical.

No se atrevió a salir a campo abierto y por primera vez desde que abandonara el cobijo del grupo sintió algo parecido al miedo.

No era lo que esos seres estaban haciendo con su selva lo que le infundía temor sino, el desconocer por qué lo hacían.

Muy a su pesar recordó la frase que tantas veces había escuchado a lo largo de su todavía corta edad y las respuestas que invariablemente le habían dado alertándole de los peligros que acechaban más allá del territorio que habitaba el grupo al que pertenecía.

Se preguntó si serían esos peligros la razón por la que, cada cierto tiempo, el grupo se iba adentrando más y más en la frondosidad de la selva.

No sabía que responderse y si bien su instinto le indicaba que debería regresar, la tozudez y rebeldía de su juventud le decían que hacerlo sería reconocer una derrota, algo a lo que no estaba dispuesto.

Permaneció varias horas en lo alto del árbol y desde su escondite fue testigo de cómo los individuos que habían hecho caer un montón de árboles abandonaban el lugar subidos a unos seres que tampoco había visto nunca y que hacían un ruido enorme mientras se alejaban.

Cuando llevaba un rato sentado en la rama vio a lo lejos una claridad que no tenía que estar allí pues se había hecho de noche.

Sorprendido por ese raro amanecer descendió del árbol y con todo el sigilo que pudo se fue acercando en dirección a ese gran sol que brillaba en la distancia.

Se aproximó con cautela hasta el lugar donde se encontraba el grupo de desconocidos. Oculto a su vista, distinguió cómo algunos de ellos estaban desollando a varios animales y no pudo evitar un gritito de satisfacción cuando vio colgadas varias pieles de leopardo.

Estaba a punto de acercarse, cuando unos gritos le helaron la sangre. No tuvo ninguna duda, se trataba de chimpancés pidiendo auxilio.

Avanzó con cuidado y vio varios chimpancés adultos inmovilizados sobre uno de esos animales que los seres que tiraban los árboles habían utilizado para alejarse.

No le dio tiempo a acercarse más. Uno de esos individuos lanzó unos aullidos que no entendió y casi sin darse cuenta se encontró rodeado por varios de ellos.

Fue entonces cuando acertó a comprender que la presencia de esos individuos era el motivo de que su grupo hubiera ido poco a poco desplazándose hacia el interior de la selva.

Su instinto le dijo que no podría salir airoso de la lucha y aprovechando el descuido de uno de los que, bondadosamente, había considerado parientes cercanos emprendió la huida, se encaramó al primer árbol que encontró y no se detuvo hasta alcanzar el territorio de su grupo.

Pani no tendría que preguntar nunca más por el significado de la frase que tantas veces había escuchado.

 

3º Premio del I Concurso Artístico Grandes Simios 2020 en el Género Minicuentos.

 

 

EL VERDUGO

Facundo Garcés, que así se llama el verdugo, tiene fama de ser el que atesora más oficio de los tres que en este momento desarrollan su trabajo por toda la península.

Vecino de Madrid, antes de trabajar para el Ministerio de Gracia y Justicia lo hacía en el matadero municipal y a buen seguro que muchos de los conocimientos que aprendió en sus años mozos le ayudaron a realizar su actual ocupación con la pulcritud de la que hace gala y teniendo siempre como objetivo provocar el menor dolor a sus víctimas.

Facundo gusta de viajar siempre con sus herramientas y, a pesar de que la prisión provincial a la que se dirige cuenta con su propio garrote, también esta vez lo hará. Es fácil de entender. Por qué arriesgarse a que falle el mecanismo y produzca al reo una lesión laríngea, que termine matándolo por estrangulamiento, con el consiguiente sufrimiento añadido.

Mejor no tentar a la suerte. Principalmente por los reos, pero también por su propio prestigio.

Como Facundo no tiene inconveniente de explicar, el mecanismo del dispositivo, aunque ha ido evolucionando con los años, es realmente simple, pero hay que saber utilizarlo teniendo muy en cuenta, además, el cuello del reo. 

Tan simple como un collar de hierro atravesado por un largo tornillo acabado en una bola que, al hacerlo girar, rompe el cuello del reo al producir la luxación de la apófisis odontoides del axis tras salirse del agujero del atlas.

Inmediatamente, la lesión cervical aplasta el bulbo raquídeo o rompe la médula espinal y produce la muerte instantánea.

Eso es lo que tiene que ocurrir y con esa idea en la cabeza y con la esperanza de verla cumplida Facundo Garcés se subió ayer al tren en la estación de Delicias acompañado, como es preceptivo, por una pareja de la guardia civil.

Y mientras el tren se alejaba de la capital del reino las ediciones de algunos diarios liberales, en un último intento por salvar la vida de los condenados, hacían un llamamiento en sus portadas para que el presidente del Consejo de Ministros planteara al Rey la conmutación de las penas capitales. 

No hubo indulto de última hora. Facundo Garcés, quien a buen seguro habría agradecido recoger los trastos y volverse a Madrid por la misma vía que había llegado, tendría que trabajar y demostrar la fama que le precedía.

El recién llegado es hombre que duerme a pierna suelta. No tiene problemas de conciencia. Él no juzga, él no condena. Él solo es la mano que mueve la manivela. Pero para dormir necesita hacerlo con el estómago lleno y por eso lo primero que hace al llegar a la fonda en la que pasará esa noche y la del día siguiente es dar buena cuenta de la cena que la dueña le sirve.

Ahora ya puede dormir y eso es lo que hará. Ha de descansar pues al día siguiente tiene que estar fresco como una rosa pues le espera una dura jornada.

Jornada en la que, antes del amanecer, Facundo Garcés comienza los preparativos para montar en el patio de la prisión el pequeño cadalso en el que dispondrá el garrote donde se sentarán Antonio, Benita, Conrado, Demetrio y Evaristo.

Los reos conocieron hace dos días la fecha de la ejecución. Desde entonces se encuentran en capilla, en celdas individuales, restando los minutos que les separan de la otra vida.

Como cabía esperar, a lo largo de estas horas el único que no ha parado de llorar y pregonar su inocencia ha sido Antonio, el enfermo de tuberculosis que no tuvo reparo alguno en segar la vida de una criatura inocente para preservar la suya y que cuando le ofrecieron que pidiera algo ya no tenía fuerzas para pedir nada.

Lo que Benita y Conrado solicitaron, si es que lo hicieron, no trascendió.

Y qué decir de los mellizos, Demetrio y Evaristo. Como si permanecieran ausentes a los que se les venía encima, pidieron un par de huevos fritos con tocino y chorizo.

Facundo Garcés recuerda haber escuchado a su padre referirse a la manera en la que, no muchos años antes, eran conducidos los reos al patíbulo. Al son de cajas destempladas, ese era el modo.

Las ejecuciones se anunciaban con tambores o cajas a los que se les había aflojado el parche y, al no estar tirante el tambor, desafinaban o destemplaban.

Facundo Garcés imagina que se trataba de un castigo añadido, una especie de deshonor. Escuchar el redoble de los tambores, pero sonando estos como si los tocara un principiante.

Antonio, Benita, Conrado, Demetrio y Evaristo no escucharán ningún redoble de tambor destemplado. En realidad, solo escucharán al director de la prisión leer la orden por la que todos, de uno en uno, abandonarán este mundo.

A las siete de la mañana, de este siete de marzo, Benita será la primera en hacerlo. Media hora después será Conrado, su amante, el que la acompañe en el mismo viaje.

Desde el día de su nacimiento, los mellizos Demetrio y Evaristo nunca se habían separado. Esta mañana lo harán por primera y última vez y si ello les supondrá algún problema Facundo Garcés no sabría decirlo.

Si no fuera porque él no juzga ni condena y porque esta noche cenará bien Facundo Garcés habría corrido el riesgo de no descansar como en él es habitual y ello porque Antonio mostrará en el garrote la misma aptitud que había venido manteniendo desde el instante mismo en que fue detenido.

A pesar de la argolla de hierro y la pericia demostrada de Facundo, el enorme cuello del reo y sus continuos esfuerzos por moverse prolongarán su agonía casi un minuto. Una mancha en el expediente de Facundo Garcés que, en justicia, nadie debería tener en cuenta.

Son poco más de las nueve de la mañana y las sentencias han sido cumplidas. Facundo dispone de todo el día para hacer lo que le venga en gana. Tiene la fonda pagada y su tren no parte para Madrid hasta dentro de veinticuatro horas.

En el exterior de la prisión los guardias civiles y los soldados del regimiento de infantería que, en previsión de incidentes, han permanecido vigilando el perímetro de la prisión comienzan a retirarse.

No han necesitado actuar. Nadie se ha congregado en las puertas de la cárcel. Los reos acaban de ser ajusticiados, pero en el imaginario colectivo llevaban muertos desde el día en que fueron condenados.

Hoy no es día de fiesta en Villanueva, pero Facundo Garcés sabe que los vecinos de la aldea tienen mucho que celebrar, aunque solo sea por dar por concluida esa crónica negra que hoy se ha cobrado la vida de cinco asesinos, los mismos que hace algo más de ocho meses terminaron con la vida del hijo mayor de una humilde familia trabajadora que contaba tan solo nueve años.

 

 

Publicado en la XXXVI Edición de la Revista Literaria La Idea Lista.info  (México) de 27 de septiembre de 2021.

 

 

DE COMO ME CONVERTÍ EN

LA EMBAJADORA DEL RADIO

El día del armisticio tenía dos razones para sentirme feliz. La guerra había concluido y el final de la contienda significaba que podría retomar mi trabajo científico en el Instituto del Radio.

Atrás quedaba mi participación en la creación del dispositivo radiológico que permitió que mis “Petites Curies” atendieran a millares de heridos y enfermos y mi interés, una vez pacificada Europa, era proseguir la terapia con radio, ese radio que tanto me había costado conseguir y que afortunadamente había sobrevivido a la guerra.

El radio emitía espontáneamente gas radón. Yo recogía esas emanaciones en tubos de ensayo y las enviaba a distintos hospitales de París donde eran utilizadas para esterilizar cicatrices infectadas y tratar otras lesiones de la piel.

Enseguida comprendí que debía afrontar un par de problemas importantes. Por un lado, mi laboratorio precisaba de un mejor equipamiento y, por otro, debía conseguir un suministro adicional de radio. Ambas cosas no podían esperar, pero el tiempo pasaba y el segundo de los problemas seguía sin solución.

Durante años llamé a muchas puertas y escribí a muchas instituciones, pero todos mis intentos fueron infructuosos. Ese fue el momento en el que entendí que debía utilizar todas mis armas y jugar bien mis bazas.

Había utilizado el radio para tratar algunos tipos de cáncer, esa enfermedad maldita que para muchos era como mencionar al mismísimo diablo, y comprendí que era precisamente esa palabra, cáncer, la que debía utilizar como banderín de enganche para mi causa.

Por fortuna, mi reputación a nivel internacional se debía a mis tratamientos contra esa enfermedad y los planetas se conjuraron para que la solución a mis problemas comenzara a resolverse a miles de kilómetros de Paris.

Mrs. William Brown Meloney, editora de una revista femenina norteamericana, se desplazó a Paris para entrevistarme. Así fue como el mundo anglosajón tuvo conocimiento de la urgencia para conseguir más radio, imprescindible para el tratamiento del cáncer.

Tras regresar a Estados Unidos Missy Meloney, como le gustaba que la llamaran, orquestó toda una campaña para recoger fondos entre la alta sociedad estadounidense.

Recuerdo que en febrero de 1921 llegó a mis manos un recorte de The New York Times en el que se informaba de que “el radio de regalo espera a Marie Curie”.

Sería meses después, una vez en EE.UU., cuando tuviera conocimiento de que en aquel momento se habían recaudado tan solo 40.000 dólares, cuando para conseguir un gramo de radio se precisaban 100.000 dólares.

Ese contratiempo obligó a Missy Meloney, quien con el tiempo acabaría siendo una excelente amiga, a cambiar de estrategia y buscar el dinero en las pequeñas donaciones.

Por fortuna cuando el día 4 de mayo embarqué junto a mis hijas Irène y Ève rumbo a Nueva York el gramo de radio nos estaba esperando.

Tras una semana de travesía fuimos recibidas por una gran multitud y durante los casi dos meses que duró nuestro periplo por Estados Unidos recibí un sinfín de homenajes, tanto oficiales como populares.

Me fueron concedidos nueve Doctorados Honoris Causa de otras tantas Universidades y fui recibida en la Casa Blanca por el presidente Warren G. Harding quien, amablemente, me hizo entrega simbólica del gramo de radio recaudado.

Nunca fui amiga de homenajes y agasajos públicos, pero la amabilidad y gentileza con las que me recibió el pueblo norteamericano hizo que durante esos dos meses llegara, incluso, a olvidarme de mi precario estado de salud.

Hasta ese mi primer viaje a tierras americanas había vivido concentrada en mi labor investigadora. El viaje hizo que a partir de entonces reservara un lugar en mi vida para otros viajes e intercambios.

Como diría años después mi hija Ève, a partir de ese momento me convertí en la embajadora del radio y estoy segura de que mi marido Pierre se habría sentido orgulloso por haber dado continuidad al trabajo que, juntos, habíamos iniciado años atrás en aquel desvencijado hangar de la rue Lhomond.

 

 

 

RAPACES

El hombre que mira impaciente el reloj viste uniforme militar y gorro cuartelero.

Aunque por nada del mundo querría hacer esperar a la persona con la que va a entrevistarse, al menos no hoy, acude a la cita con unos minutos de retraso y tal cosa le incomoda.

Es mucho lo que está en juego y, sobre todo, mucho lo que puede conseguir. Y sabe, aunque por orgullo se lo niegue, que de ese mucho puede depender la continuidad del nuevo régimen que acaba de instaurar en su querida patria.

La disminución de la velocidad de la máquina le indica que el convoy está a punto de llegar a su destino y, por el temor a olvidar alguna de sus peticiones, con ayuda de los dedos de su mano derecha realiza un último repaso de todos y cada uno de los puntos que debe exponer ante su interlocutor. Concienzudo como es, repite la operación una segunda vez y tras hacerlo eleva los ojos al cielo en lo que seguramente es un gesto de súplica que no estaría dispuesto a reconocer.

Cuando el hombre que viste uniforme militar desciende del vagón, la persona con la que va a entrevistarse lleva ocho minutos esperando impaciente junto a su séquito.

El hombre del gorro cuartelero no pide disculpas por el retraso. Hacerlo significaría reconocer fallos en la infraestructura de sus ferrocarriles, algo que ningún dirigente que se precie haría jamás.

Sabe que el bigotillo y el flequillo de la persona que tiene enfrente y que le tiende la mano son temidos en las cancillerías de toda Europa y ha de realizar un esfuerzo para no sentirse empequeñecido ante ese hombre cuya figura se ve realzada por el imponente uniforme militar y la elegante gorra de plato que porta.

En ese momento, el hombre que viste uniforme militar y gorro cuartelero desconoce que compartirán su tiempo por espacio de siete horas y, tal vez por ello, tiene prisa por formular sus demandas. Al fin y al cabo, para eso ha recorrido los casi quinientos kilómetros que separan su despacho del lugar en el que ahora se encuentra.

Y como no podía ser de otra manera, su primera exigencia es la recuperación de Gibraltar, pero temeroso de escuchar una negativa por respuesta, sin solución de continuidad, va añadiendo una larga lista de peticiones que incluye la cesión del Marruecos francés, una parte de la Argelia francesa y el también Camerún francés con la lógica intención de unirlo a Guinea Ecuatorial.

Su interlocutor, mientras se atusa el bigotillo y juguetea con la gorra de plato, escucha impertérrito las demandas del hombre sentado frente a él y que, mientras habla, cierra las manos beatíficamente en torno a su pronunciada barriga.

Con todo el disimulo del que es posible, el hombre del flequillo acaba de cubrir su boca para evitar un bostezo. Le ha llegado como en sordina, pero cree haber escuchado al otro hombre –quien no para de hablar– que además de ese buen pedazo de África precisa alimentos, petróleo y armas para paliar la crítica situación económica y militar que padece su renovada patria.

Peleando contra el sopor, el hombre del bigotillo, al que sin lugar a dudas el otro ha considerado como su mecenas, se levanta del sillón y mientras se recoloca el flequillo pronuncia una sola palabra, nein, que el otro ha escuchado y que, aunque cree haber comprendido su significado, solicita al intérprete que se la traduzca.

Tras la contundente negativa recibida el hombre del gorro cuartelero hará todavía varios intentos, pero la respuesta seguirá siendo la misma. Por lo que parece, a los ojos del otro, sus exigencias son desorbitadas y puede prescindir de la ayuda militar que le ofrece.

No hay mucho más que hablar. A pesar de no haber llegado a un acuerdo, los dos hombres se despiden con un fuerte y largo apretón de manos mientras una compañía militar les rinde honores y una multitud de banderas y enseñas de los dos países ondean al viento.

En el último momento, el hombre que no ha conseguido lo que ha venido a buscar siente que no se puede ir de vacío. Necesita al menos una pequeña victoria, siquiera pírrica o incluso moral, y aprovechando que los intérpretes se han retirado lanza a su poderoso interlocutor una última frase: Es una pena que nuestros países no hayan llegado a un acuerdo pues para ganar esta guerra, que usted ha emprendido, a los tristes y famélicos aguiluchos de sus banderas y enseñas les habría venido de maravilla el apoyo de las águilas imperiales de las nuestras.

 

Cuando el hombre que viste uniforme militar y gorro cuartelero sube al tren que le devolverá a su morada sonríe satisfecho porque sabe que, a pesar de no haber conseguido cerrar el acuerdo que tanto anhelaba, al menos, no se va de vacío y hay derrotas que bien manejadas pueden convertirse en sonoras victorias.

 

 

LA DENUNCIA

Cuando se despide de su esposa, el cabo Lucio Martínez respira hondo. Es un hombre bragado en mil batallas, pero precisamente por ello no desconoce que, si su instinto no le falla y no suele hacerlo, la que va a tener que librar una vez que ponga los pies en las dependencias del puesto corresponde al tipo de las que nadie quiere enfrentarse, esas que, aunque se terminen ganando, dejan el campo sembrado de muertos y heridos.

La puerta del pequeño cuarto en el que realizan las diligencias, cuando de ello hay menester, está entreabierta. Martínez la empuja y su mirada se detiene una a una en las cuatro personas que ocupan la estancia.

Las miradas que cruza con los guardias Núñez y Ordóñez le confirman lo que sospecha. Las que le dirigen el hombre y la mujer que completan la escena, y a los que no recuerda haber visto nunca, son de súplica y hablan por sí solas del desgarro interior que en esos momentos invade sus entrañas.

Una vez que el guardia Núñez le explica someramente el motivo de la presencia allí del matrimonio Hermida, y viendo que el hombre y la mujer permanecen de pie, el cabo Martínez los invita a sentarse.

Ninguno de los dos lo hace. Los nervios y el estado de excitación en el que se encuentran no se lo permite.

El cabo coge el estadillo todavía sin acabar, que ha rellenado su subordinado, y lo lee con tranquilidad mirando de vez en cuando a la pareja para escrutar su estado anímico.

Cuando termina la lectura se dirige al matrimonio por sus nombres de pila y les pide que le cuenten nuevamente el motivo de su presencia en el cuartel.

Lo dice con dulzura, sabedor de la situación que están atravesando e intentando ganarse su confianza, pues sabe por experiencia que cualquier detalle es importante, por pequeño que sea, y si la pareja se siente comprendida aumentan las posibilidades de que no se dejen ninguno relevante en el tintero. 

Las primeras palabras que salen de las bocas del matrimonio no son sino un recordatorio de lo que el cabo Martínez, a pesar de no ser de Villanueva, no desconoce. La tradición según la cual los niños y niñas de la comarca de la Vega, la víspera de la festividad de San Pedro, recorren las huertas y sacian su hambre con el jugo y la carne de las mejores frutas.

Y eso es lo que se supone que hizo Jesús, el hijo mayor de los Hermida. Se despidió de su madre con la intención de acercarse al arroyo con algunos amigos, sin precisar quiénes serían estos, para después de darse un remojón recorrer las huertas.

Sabía que tenía que regresar al hogar antes de las diez para ayudar a poner la mesa. Ya sabe usted, a falta de chicas y con mi barriga, cualquier ayuda es bienvenida y mi marido bastante tiene con estar todo el día trajinando de un sitio a otro.

En ese punto de la narración, cuando llega la hora y el hijo no regresa y pasan los minutos y las horas y sigue sin acudir, Isabel, la madre de Jesús, se viene abajo y se desborda en un torrente de lágrimas que ni siquiera su marido puede detener con sus caricias y palabras de consuelo.

Martínez deja que la mujer de rienda suelta a su amargura y, cuando la cree más calmada, pregunta a ambos por el carácter y hábitos de Jesús.

Esta vez es Honorio quien responde. Un niño normal. Alegre y obediente. Siempre hace lo que se le ordena y regresa a casa cuando se le dice. Muy responsable. Ser el mayor de seis hermanos le ha hecho madurar antes de tiempo.

El cabo Martínez pregunta ahora a los padres por sus relaciones. Los Hermida parecen no entender. Martínez aclara la intención de su pregunta. Se refiere a cómo es su relación con familiares, amistades o conocidos.    

Es así como se entera de que no tienen familia en la comarca, que la vida les da para pocos ratos de asueto y que por esa razón las relaciones que mantienen son en la mayoría de los caos de buena vecindad, como suele ser en los pueblos pequeños. Hoy te ayudo yo y mañana lo haces tú. Siempre ha sido así.

Si lo que quiere preguntar es si tenemos enemigos, no que sepamos. Nunca hemos tenido problemas con ningún vecino de Villagarcía y prácticamente no mantenemos relación con gentes de Villanueva.

De nuevo, ha sido Honorio el que ha respondido. Isabel parece más tranquila, pero su mente no parece estar en el cuartelillo sino buscando por caminos y veredas al mayor de sus hijos.

El cabo Martínez siente que tiene que consolar a los padres, insuflarles un hálito de esperanza. Sabe que debe hacerlo, que ellos lo esperan de él. Pero sabe también que no puede mentirles, que cualquier palabra de aliento y esperanza puede sonar hueca. Finalmente, hace lo único que puede hacer. Él también tiene hijos, les dice, y sabe cómo se sentiría si se encontrara en su lugar.

Le gustaría poder decirles que encontrarán a su hijo Jesús sano y salvo, pero sería una promesa que no estaría en su mano cumplir. Lo que si les puede asegurar es que tanto los dos guardias, allí presentes, como él mismo y los guardias que pueda conseguir de otros puestos de la comarca no descansarán hasta dar con su hijo.

Antes de que los padres abandonen el puesto, el guardia Núñez ha telegrafiado a la comandancia de la provincia informando de lo acontecido y solicitando del mando el apoyo necesario para iniciar la búsqueda del pequeño, un niño responsable, hijo de unos padres trabajadores que no parecen tener enemigos y de quienes no se conocen disputas con el vecindario de Villagarcía ni con el de Villanueva o Villafranca, como ha podido indagar el guardia Ordóñez mientras su cabo confeccionaba el estadillo que había iniciado, al poco de entrar la mañana, su compañero Núñez.

El cabo Martínez duda. Son una familia humilde y no sabe si tendrán alguna, pero disponer de una podría venirles muy bien, nunca se sabe. Los padres lo lamentan. La única foto en la que aparece David tiene ya cinco años y el niño de entonces apenas guarda parecido con el jovencito en el que se ha convertido, subraya la madre.

No hay problema, lo comprendo, responde el cabo. Y dirigiéndose a la madre, vuelva a casa, quién sabe, lo mismo el niño regresa. Además, tiene cinco hijos que cuidar y en su estado no le conviene participar en la búsqueda que vamos a iniciar tan pronto reunamos las partidas de voluntarios y nos distribuyamos los parajes que, a buen seguro, Jesús recorrió solo o en compañía de otros muchachos.

Temiendo lo que les pueda esperar fuera, cogidos de la mano, mirándose a los ojos y sin mediar palabra los Hermida aún permanecen unos instantes en el interior del cuarto. Una estancia que por la fama que a veces acompaña al cuerpo armado muchos temen visitar y que, a ellos, ahora mismo es lo único que les ofrece seguridad y consuelo.

Cuando recuperan el ánimo, Horacio Hermida pasa el brazo por encima de los hombros de Isabel y ambos abandonan la habitación y el cuartelillo.

No se han despedido, tampoco han dado las gracias. Son detalles menores, que los tres guardias entienden.

Hay que ponerse en lo peor. Es el comentario que brota de los labios del cabo Martínez, una vez que los padres del pequeño han abandonado la estancia. Manos a la obra, hay que organizar inmediatamente las partidas y salir a peinar el término municipal.